Duetos en la historia y la escritura: Gertrudis y Emilia
Escritoras las dos, una fue romántica; la otra, realista. Suele comparárseles porque intentaron, ambas infructuosamente, entrar en la Real Academia de la Lengua Española. Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1853, Emilia Pardo Bazán casi cuatro décadas más tarde. Una había nacido en Puerto Príncipe, Cuba. La otra en tierra gallega. Ninguna se aferró a su país natal. Fueron mujeres cosmopolitas y viajaron en la realidad y la imaginación. Hicieron de la escritura un oficio, alimentando una vocación pública no siempre entendida rectamente.
Debieron enfrentar, y lo hicieron con elegancia, juicios misóginos, incapaces de reconocer y aplaudir el alcance de sus capacidades creativas. Sin embargo, ambas gozaron de respeto y admiración, impresionaron a lectores y colegas. Lograron realizar obras expresivas, potentes, cuya contundencia nos lega un ejemplo de consagración a la escritura y a la defensa de la dignidad de la mujer que bien merece imitarse. A ambas se les reprochó emular a los hombres, desoír los mandatos de la tradición y desobedecer lo que dictaba la costumbre.
Ejercieron el periodismo, fundaron revistas, compitieron con sus contemporáneos al producir obras de una altura magnífica, y cada una a su tiempo defendió con denuedo el derecho de las mujeres a ocupar espacios hasta entonces reservados solo a sus semejantes del sexo masculino.
Gertrudis Gómez de Avellaneda, en su Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello (1860), se dedicó a forjar una “Galería de mujeres célebres”, el panteón amable de imágenes admirables donde sus coetáneas pudieran reconocerse y forjar un ideal. Una especie de linaje del genio femenino que reunía a Safo o Victoria Colonna con Santa Teresa. De igual modo, su ensayo “La mujer” expone su capacidad de sentimiento, carácter, acción política y para la creación artística y literaria.
Emilia Pardo Bazán, quien reconocía en la cubana a una de sus más insignes predecesoras, fundó en 1892 La Biblioteca de la Mujer y no paró mientes en denunciar los obstáculos a la educación de la mujer, aquellas “pobres y ciegas víctimas” que la cubana había equiparado al esclavo en Sab (1841), su novela más conocida.
A menudo, sin embargo, se las opone. Como si no bastara la similitud de su genio, su ejecutoria pública, su ambición intelectual, se niega a Avellaneda la calidad de autora feminista porque —se dice— aún no era término corriente en el español de su época, y a menudo se justifica tal aseveración trayendo a colación el feminismo indiscutible de Pardo Bazán, para negarle a aquella lo que se concede a esta.
Pero, a no dudar, ambas fueron mujeres ejemplares no solo como profesionales de la pluma, sino como interventoras lúcidas en la reflexión pública sobre el lugar de la mujer en la sociedad. Un lugar que cada una a su modo reformó y contribuyó a ampliar, incluso con su ejemplo.
Baste citar, a propósito de la Academia, la opinión de la cubana acerca de cómo era preciso tener barbas para hacerse un sitio en esa corporación. Para integrarla se reconocía a sí misma con plenos derechos, los cuales ejercitó intentándolo con su enorme capacidad de atraerse aliados y defender una posición que sabía ganada ya por su intelecto. Lo mismo Emilia, quien se reconocía defensora del derecho legal de las mujeres a ocupar uno de esos sillones “mientras haya Academias en el mundo”. Puede que fueran altaneras, pues se burlaban de la pretensiosa idea de conceder al hombre, solo por el hecho de serlo, esa mayor potencia intelectual, que “con poca modestia”, al decir de Avellaneda, se habían adjudicado ellos mismos.
Pardo Bazán dedicó un ensayo a analizar la situación de La mujer española (1890) e introdujo en España las reflexiones de John Stuart Mill acerca de la sujeción femenina.
A propósito de su fallido intento de entrar en la Academia, se acusa a Avellaneda de intrigar, cuando no hizo más que ejercer prácticas de relación más que comunes en su tiempo. Su insistencia en conseguir aliados y valedores para aquella gestión demostró un excelente conocimiento del campo cultural en el cual debió ejercer su profesión. Su imponente seguridad en sí misma y afán de independencia intelectual no la mostraba precisamente como un dechado de feminidad (de una feminidad adocenada que nunca fue la suya) y por eso la acusaron de todo, es cierto, pero también la admiraron y la declararon su igual notables autores con los que compartía tertulias y honores, casi siempre franca e impetuosa.
En 1889, habiendo sido propuesta Pardo Bazán para ocupar una vacante, se publicaron a manera de advertencia y recordatorio ejemplarizante las cartas relativas a la solicitud de Avellaneda. Un comentario titulado “Las mujeres en la Academia” equiparaba a las autoras, rememoraba el fracaso de Tula y preveía el de Emilia; entonces reaccionó esta con entereza. No contaban sus detractores con que eligiera, para defenderse, honrar a quien había corrido antes su misma suerte, estableciendo un curso histórico que las hace a ambas parte de una tradición si no del todo oculta, sí menospreciada. Le escribió una carta abierta a Tula para compartir sus impresiones sobre tan clara injusticia.
Frente a quienes las acusan de ambiciosas, otorga a Avellaneda, más bien, el título de modesta, por confiar en la opinión de los demás académicos que la apoyaron, y aprovecha para sumar a Santa Teresa, a quien, de haberse visto en semejante situación, le hubieran también cerrado el acceso. Al declararse “aspirante perpetuo”, Pardo Bazán da fe de su convicción de cuánto tiempo habría de pasar antes de que una mujer fuera aceptada como académica, identificando así la crítica misógina como simple prejuicio, sin asidero real en la calidad de la obra de las autoras desairadas.

Detalle del retrato que Joaquín Sorolla hizo a la escritora en 1913 para la Hispanic Society. Imagen El Cultural.
Insistió en refrendar un derecho que les era usurpado, y ella misma fue propuesta en varias ocasiones. También propuso a su admirada coterránea Concepción Arenal —postulante de la figura deseada en La mujer del porvenir (1868)— aunque sin éxito, claro está. Activa en la vida pública, devota de Émile Zola, Pardo Bazán dedicó un ensayo a analizar la situación de La mujer española (1890) e introdujo en España las reflexiones de John Stuart Mill acerca de la sujeción femenina.
Avellaneda nació en 1814 y murió en 1873, y Pardo Bazán vivió entre 1851 y 1921. Las dos se refugiaron en la religión al final de su vida, no muy larga pero sumamente provechosa. La dedicación de ambas a la literatura resulta ejemplar, sobre todo porque nunca cejaron frente sus detractores; se impusieron, a pesar de todo, a fuerza de talento. Hubo quien las llamó hombres, pero no lo eran; fueron mujeres geniales, dedicadas, ambiciosas, insistentes, invencibles, aun en sus derrotas. La prueba es la supervivencia de sus escritos y el reconocimiento del lugar que ocupan en nuestro propio panteón de mujeres ilustres, ejemplares.
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+ de Zaida: Duetos en la historia y la escritura. María Teresa y Ofelia
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